Bolivia: la polarización electoral y lo que (no) está en juego
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El agotamiento del momento “progresista” latinoamericano se ha hecho cada vez más evidente en los últimos cinco años. En gran parte, ello tiene que ver con los procesos de descomposición interna de los gobiernos de este tipo, pero también como consecuencia del despliegue de una cruzada neocolonizadora –como la ha denominado Verónica Gago [2]–. Esta cruzada, resultado de una alianza entre neoliberalismo y conservadurismo, ha derivado en un desplazamiento hacia la derecha del escenario político de la región, sustituyendo el progresismo en países como Argentina o Brasil (los más llamativos por el tipo de gobiernos conservadores que se establecieron), y generando las condiciones para que gobiernos que ya eran neoliberales acentúen sus rasgos conservadores, como es el caso de Colombia.
Es en este contexto regional que el 20 de octubre de 2019 se llevarán adelante las elecciones generales en el Estado Plurinacional de Bolivia, considerado por muchos como el gobierno emblemático del progresismo. Sin embargo, es la primera vez desde 2006 –cuando Evo Morales asumiera la Presidencia– que diversas encuestas presentan al expresidente boliviano
y actual candidato presidencial, Carlos Mesa, como un contendiente con alguna posibilidad de ganar las elecciones si es que se llega a una segunda vuelta.
Esto sucede en un entorno estatal cada vez más desgastado en términos de legitimidad, lo que refleja que también Bolivia vive un proceso de debilitamiento de la forma progresista de gobierno, en el que, como correlato, se vislumbran visos de una eventual reactualización neoliberal, algo inconcebible trece años atrás, en el momento en que el Movimiento Al Socialismo (MAS) ganaba sus primeras elecciones.
En estos trece años de gobierno, el proceso político boliviano se ha transformado de manera significativa. De un proceso de lucha social que entre 2000 y 2005 puso en crisis el orden neoliberal (Gutiérrez 2009), marcando el ritmo estatal y produciendo las condiciones para el establecimiento de un gobierno con mandato popular; se pasó a un momento en el que el gobierno del MAS priorizó la estabilidad del mando estatal por sobre las aspiraciones de la lucha. Así, se restituyo buena parte de las determinantes históricas de la dominación boliviana y se afianzó la alianza con el capital transnacional y la oligarquía agroindustrial del oriente del país, en torno a un patrón de acumulación extractivista. Esto, a su vez, tuvo como correlato necesario un amplio proceso de subordinación y desarticulación de las fuerzas sociales que otrora configuraron el motor de la rebelión antineoliberal (Webber 2016; Salazar 2015; McKay 2018).
De ahí que el momento electoral presente sea totalmente distinto al que existió en 2005. En estos comicios la política gira en torno a la dimensión estatal, siendo muy poca la capacidad de influencia que tienen los ámbitos autónomos de producción de decisión política sobre la disputa electoral (las diversas formaciones sociales de autogobierno que habitan en el territorio boliviano). Así pues, es poco lo que estas elecciones interpelan de la estructura dominante que ha sido restablecida en Bolivia. El núcleo del patrón de acumulación y las alianzas de clase en torno a éste no son cuestionados en lo más mínimo en estas elecciones. En todo caso, la polarización tiende a invisibilizar y neutralizar el alcance de un conjunto de luchas, principalmente de resistencia al extractivismo, que se gestan a lo largo y ancho del país.
En las siguientes páginas realizaremos un análisis del contexto electoral partiendo de una caracterización del escenario socioeconómico en el cual se encuentran inscritos estos comicios, para pasar a una caracterización de la coyuntura de las elecciones, las candidaturas y la opacidad de este proceso. Posteriormente se presenta un análisis sobre cómo en estas elecciones –si bien está en juego el mando político estatal, a diferencia de cuando el MAS llegó a la Presidencia– no está en juego la estructura dominante del país –en todo caso el horizonte es el de su consolidación–, por lo que la polarización derivada de este proceso acentúa la fragmentación y debilita la capacidad política de impugnación de las organizaciones sociales y los entramados comunitarios de la sociedad boliviana.
Un contexto distinto. Las elecciones a trece años del gobierno del MAS
Los comicios de diciembre de 2005, en los que Evo Morales inició su mandato, fueron los primeros desde que se restableciera la democracia en 1982, en que un candidato logró la mayoría absoluta (54,7%) [3]. Es importante anotar, sin embargo, que dichas elecciones se llevaron a cabo en un contexto de profunda crisis estatal. La ola de movilización social que entre 2000 y 2005 cimbró el orden neoliberal derivó en la renuncia de dos presidentes (Gonzalo Sánchez de Lozada, en octubre de 2003, y Carlos Mesa, en junio de 2005) y en la convocatoria adelantada para las elecciones generales de diciembre de 2005. La victoria del MAS se dio, entonces, en un momento de inestabilidad del mando político neoliberal como resultado de la presión ejercida por una sociedad politizada desde abajo [4], lo que en la votación habría de traducirse en un masivo apoyo popular para el MAS, partido considerado aliado de varios sectores en lucha.
A través de ese conjunto de rebeliones sociales se posicionaron e reivindicaciones populares en el escenario político de aquellos años, que serían centrales durante la primera gestión del gobierno del MAS. Estas aspiraciones iban desde la recuperación de soberanía sobre los recursos naturales hasta la reforma agraria, pasando por varias otras que en síntesis pueden entenderse como un esfuerzo por recuperar prerrogativas sobre asuntos públicos desde ámbitos autónomos de decisión política (autonomías territorial indígena, capacidad de veto sobre los poderes del Estado, jurisdicción indígena de justicia, etc.). Estas aspiraciones se presentaron en torno a la propuesta de la Asamblea Constituyente y la refundación del Estado (Kohl y Farthing 2007; Gutiérrez 2009; Garcés 2010).
En contraste, las elecciones que se avecinan en octubre próximo presentan tres grandes diferencias respecto de ese escenario de 2005: 1) la actualización e impulso de un patrón de acumulación extractivista que en gran medida implicó resignar varias aspiraciones posicionadas por aquellas luchas; 2) una síntesis estatal estable sostenida en la restitución de la mediación capitalista que había sido puesta en crisis por las luchas de principios de siglo; y 3) una sociedad despolitizada en términos de capacidad de organización e impugnación del orden dominante. Es importante ahondar sobre estos puntos para comprender el actual escenario político.
Quizá los resultados más conocidos del gobierno de Morales son los referidos al crecimiento económico y a la disminución de la pobreza. Entre 2006 y 2017 Bolivia tuvo un importante crecimiento del PIB, que en promedio fue del 4,8%. Junto a ello la pobreza moderada del país se redujo del 59,9% al 39,4%, mientras que la pobreza extrema pasó del 37,7% al 18,3%. Algo similar sucedió con la desigualdad en los ingresos durante esos años, el coeficiente de Gini para el país pasó de 0,56 a 0,44 (Banco Mundial 2019). Estos datos, sin embargo, no pueden interpretarse de manera aislada; en primer lugar debe tenerse en cuenta que estas tendencias no fueron exclusivas de Bolivia sino que hacen parte de un comportamiento regional, siendo éste “independiente de la tendencia ideológica de los gobernantes de cada país, lo que hace suponer que se trata de una tendencia favorecida por factores económicos estructurales” [5] (Ospina citado en Machado y Zibechi 2017: 122); y junto a ello considerar que en realidad estos indicadores encubren el despliegue de lo que Carlos Arze (2016) denomina “capitalismo salvaje”, que es núcleo del patrón de acumulación boliviano [6].
En los años del gobierno del MAS, ese núcleo se ha sostenido principalmente en el incremento de un capitalismo de corte extractivo y en buena medida transnacionalizado. Estos son algunos datos reveladores sobre los sectores extractivos tradicionales: las exportaciones de hidrocarburos y minería representan ahora el 80% del valor total de las exportaciones (UDAPE); las áreas comprometidas para la actividad hidrocarburífera pasaron de 3 millones de hectáreas en 2007 a 24 millones en 2014 –principalmente en territorios indígenas y áreas protegidas– (Gandarillas 2014); para el 2016 el 80% de la producción minera estaba en manos de transnacionales (Ministerio de Minería y Metalurgia 2017); y, pese a la nacionalización, algo similar sucede en el sector hidrocarburífero.
Frente a la disminución de los precios internacionales de las materias primas, la respuesta del gobierno ha sido acentuar y diversificar el modelo extractivista, impulsando para ello cuatro mega proyectos hidroeléctricos [7] –que se estima que en total inundarán más de 2 mil kilómetros cuadrados– (Villegas 2018; Fundación Solón 2018) y que están fuertemente articulados a capitales chinos y a una deuda condicionada con el gobierno de ese país (Neri 2018). Es revelador, además, comprender las prioridades del Estado, en este caso la inversión pública destinada al sector “productivo” –que en un 80% refiere a hidrocarburos, minería y energía– pasó del 13% en el periodo 2002-2005 hasta un 34,8% para el periodo 2014-2017, mientras que la inversión social se redujo del 37% al 27,4% (UDAPE).
En esta dinámica de restitución del rol de mediación capitalista del Estado boliviano, la alianza que se estableció entre el gobierno de Morales y la oligarquía agroindustrial del oriente boliviano fue fundamental. La Cumbre Agropecuaria “Sembrando Bolivia”, que se llevó a cabo en 2015, fue cuando el Ejecutivo asumió explícitamente la agenda de este sector como política gubernamental propia, apuntalando una alianza que se venía gestando desde el cierre de la Asamblea Constituyente en el 2008.
El resultado ha sido la consolidación económica de este sector –también considerado extractivista (McKay 2017). Se logró constitucionalizar el latifundio con el Art. 399 de la nueva Constitución Política del Estado Boliviano (CPE), frenando cualquier proceso de reversión de tierras, incrementando la producción de organismos genéticamente modificados –la soya transgénica pasó de representar el 20% en 2006 al 99% en 2012 y su superficie cultivada se incrementó considerablemente (ANAPO 2013)–, promoviendo la deforestación –Bolivia es el cuarto país con mayor tasa de deforestación del mundo (De Ambrosio 2016) [8]–, así como la criminalización de las tomas de tierra que organizaciones rurales como el Movimiento Sin Tierra (MST) u otras realizaban en el país (Ley N° 477) [9].
Es sobre este escenario de dependencia y extractivismo que la economía boliviana logró crecimiento y estabilidad. Es decir, los datos presentados reiteradamente por el gobierno como un logro de la economía nacional, en realidad esconden un conjunto de transformaciones en la base económica y social que han servido para dar impulso a una economía dependiente que se ha beneficiado del incremento de los precios internacionales de las materias primas entre 2005 y 2014, año desde el cual esa estabilidad se ha sostenido en un incremento sustancial del desahorro nacional. Por un lado a través de la elevada deuda pública que el Estado boliviano contrajo (la más alta de la historia del país, tanto en términos totales como per cápita ) [10], mucha de la cual proviene de China (Neri 2018). Por otro lado, ese desahorro se ha sostenido en la disminución sistemática de las Reservas Internacionales que entre 2014 y 2019 descendieron de más de 15 mil millones de dólares a poco más de 8 mil millones [11]. En general, en los últimos años, la gran mayoría de indicadores macroeconómicos muestran una desaceleración y estancamiento de la economía nacional, lo que permite avizorar que la estabilidad económica –aunque sea en su faceta extractivista y dependiente–, podría encontrarse en una situación comprometida.
En paralelo a este despliegue capitalista, la contención, agresión y desarticulación de las formas comunitarias de organización se intensificaron luego del proceso constituyente. Para ello fue imprescindible inhibir las críticas que emergieron desde las organizaciones contra el “proceso de cambio” e invisibilizar la resistencia frente a los proyectos extractivos. La forma más evidente fue la represión directa, como aconteció en Chaparina (caso del TIPNIS), Mallku Khota, Takovo Mora o Tariquía [12], y los posteriores procesos de intervención represiva de las organizaciones supracomunitarias reacias a subordinarse al MAS, como aconteció con la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB) en 2012, o con el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ), en 2014 [13]. La forma más extendida de la desarticulación social ha sido el despliegue de un amplio sistema de subordinación pasiva de cúpulas sindicales, las cuales han quedado insertas en la dinámica estatal a partir de un amplio sistema de prebenda que en muchos casos ha significado la división y fragmentación de sus organizaciones (Zegada y Komadina 2017). Es así que organizaciones como la CSUTCB –otrora protagonista de las luchas anti-neoliberales– terminan operando como un aparato paraestatal de disciplinamiento y control de diversos sectores sociales, así como acatando y avalando las alianzas que el MAS estableció con las clases dominantes [14] (Salazar En prensa).
Es en este escenario que las elecciones de 2019 se llevarán a cabo. Si bien el gobierno se ha desgastado en términos de legitimidad política, principalmente por escándalos de corrupción [15] y por el incremento del autoritarismo –cuyo elocuente ejemplo fue el 21F, sobre el que volveremos a continuación–, este momento político no se caracteriza, a diferencia de las elecciones de 2005, por una crisis de Estado y del proyecto socioeconómico dominante –que va más allá del gobierno del MAS–. Eso sí, lo anterior tiene como correlato una sociedad despolitizada y sin capacidad de impugnación del orden dominante.
Referencias
[1] Huáscar Salazar Lohman es economista boliviano y realizó sus estudios de posgrado en México. Actualmente está concluyendo una estancia posdoctoral en la Universidad Autónoma de México. Sus temas de investigación tratan sobre la relación entre comunidad y Estado en Bolivia, en particular durante el siglo XXI. Ha escrito el libro “Se han adueñado del proceso de cambio” Horizontes comunitario-populares en tensión y la reconstitución de la dominación en la Bolivia del MAS, junto a otros textos teóricos sobre lo comunitario y de análisis sobre la realidad política boliviana.
[3] El sistema electoral que existía en los comicios de 2005 no consideraba la segunda vuelta o balotaje. En caso de que ningún candidato obtuviera la mayoría absoluta (50% +1) el día de las elecciones, el presidente era elegido en el congreso.
[4] Al respecto sugiero consultar el trabajo de Raquel Gutiérrez (2009): Los ritmos del Pachakuti. Levantamiento y movilización en Bolivia (2000-2005).
[5] Entre 2006 y 2017 el PIB de la región suramericana creció en promedio 4,1% siendo Perú el que tuvo mejores resultados en ese periodo (5.4%). Algo similar ocurre con la pobreza como tendencia regional y países como Perú y Chile vieron disminuir estos indicadores más que Bolivia, la pobreza moderada disminuyó 27% en el primer caso y 21% en el segundo. En el caso de la desigualdad es llamativo, además, que esa tendencia a la baja en Bolivia se inició años antes, en pleno periodo neoliberal (Datos extraídos de Banco Mundial 2019).
[6] Carlos Arze utiliza esta noción para evidenciar el tipo de capitalismo extractivo que se despliega en el país y que se habría acentuado con la llegada del MAS, pero también como una manera de contraponer discursivamente al patrón de acumulación realmente existente frente al discurso del MAS que habla de un “nuevo modelo” sostenido en el Vivir Bien. En realidad, lo que destaca Arze es que la “dirección del ‘proceso de cambio’ no es el de la construcción de un ilusorio estadio del Vivir Bien como “alternativa” al capitalismo, sino de una versión salvaje del capitalismo atrasado” (Arze 2016: 26), profundizando las determinantes dependientes existentes históricamente en el país.
[7] 1) El Bala y Chepete en el Río Beni, 2) Rositas y seis hidroeléctricas más en el Río Grande, 3) la hidroeléctrica binacional (Bolivia-Brasil) en el Río Madera, y 4) la hidroeléctrica de Cachuela Esperanza en la desembocadura del Río Beni. Para profundizar al respecto se sugiere consultar: (Fundación Solón 2018).
[8] En la actual coyuntura de incendios en la Chiquitanía boliviana, el tema de la promoción gubernamental del chaqueo y la deforestación han tomado una relevancia central, haciendo evidentes las consecuencias sociales y ambientales del modelo de desarrollo agroindustrial que está siendo gestionado por la alianza agroestatal. Junto a ello se posiciona el problema histórico de la estructura agraria del país, el cual evidencia que frente a un latifundio incólume la presión de todo este desarrollo es puesta sobre las áreas protegidas, parques y territorios indígenas.
latifundio incólume la presión de todo este desarrollo es puesta sobre las áreas protegidas, parques y territorios indígenas.
[9] Para profundizar sobre esta alianza y el poder de la oligarquía agroindustrial sugiero consultar los textos: (McKay 2018; McKay y Colque 2016; Webber 2017; Urioste 2011; Ormachea y Ramirez 2013).
[12] El caso más mediático de estos ha sido el de la lucha del Territorio Indígena Parque Isiboro Sécure (TIPNIS), en el que el gobierno viene intentando construir una carretera en medio de este territorio, la cual ha sido repudiada por la mayoría de las comunidades indígenas que allí habitan. En Mallku Khota, en Norte Potosí, el gobierno trató de imponer una concesión minera sin el permiso de la comunidad, como resultado de la represión falleció un comunero por herida de bala. El caso de Takovo Mora, en el departamento de Santa Cruz, y Tariquía, en el departamento de Tarija, reflejan dos experiencias de resistencia a la imposición de proyectos hidrocarburíferos por sobre la decisión de las comunidades que habitan en la región, en ambos casos con la utilización de la fuerza policial.
[13] La CIDOB y el CONAMAQ son dos organizaciones indígena-originarias que comenzaron a tener una postura crítica al gobierno del MAS cuando éste negoció una salida congresal al texto constitucional entre 2008 y 2009, desconociendo la propuesta constitucional de la Asamblea Constituyente. Sus voces críticas se acrecentaron con la lucha del TIPNIS y de Mallku Khota. El gobierno, al mantener su política extractiva y no poder doblegar a ninguna de estas organizaciones, organizó la intervención violenta de sus sedes y, a partir de ello, la producción de organizaciones paralelas con financiamiento gubernamental. Esta ha sido una de las causas del debilitamiento y escisión interna de las organizaciones comunitarias de Bolivia.
[14] Pese a que en agosto de 2019 se intentó organizar, bajo el mando del histórico líder campesino Felipe Quispe, una CSUTCB autónoma que recuperara un sentido crítico, hasta el momento la estructura sindical de esta confederación continúa completamente subordinada a la dinámica gubernamental, mientras que este intento ha quedado reducido a un conjunto de exdirigentes contrarios al gobierno del MAS sin una base social amplia.
[15] Diversos escándalos de corrupción han salpicado al gobierno del MAS durante los últimos años, quizás el más importante fue el que explotó en 2015 referido al Fondo Indígena. Este caso, de particular trascendencia mediática, expuso cómo esta institución pública sirvió como mecanismo para que un conjunto de recursos públicos destinados a la realización de inversiones en áreas rurales, fuese utilizado para beneficiar a dirigentes del MAS, pero también como medio para la cooptación de dirigentes a través del soborno o chantaje. Otro caso muy sonado y que nunca fue resuelto es aquel que involucró al presidente Morales cuando se denunció que la supuesta madre de un hijo suyo (Gabriela Zapata) trabajaba como gerente en una empresa china (CAMCE), a la cual el Estado boliviano había concesionado proyectos de infraestructura por un valor superior a los 500 millones de dólares sin haber mediado ninguna licitación pública. Este caso quedó invisibilizado por la atención que el gobierno le dio al tema de la supuesta inexistencia del hijo de Morales, mientras que el problema de las licitaciones no ha sido aclarado hasta el momento.
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