Cuando no se encuentra trabajando en Mujeres por el Cambio, una organización que lucha por los derechos de las mujeres en Ecuador, Fernanda Chalá dedica su tiempo a su gestión como Presidenta del Conjunto Residencial Santa Marianita, ubicado en la parroquia de Calderón, al extremo norte de Quito. Administrar dicha urbanización no es tarea fácil, pues se trata de una de las más grandes de la ciudad: está compuesta de cuatro etapas y en Calderón es conocida como Marianitas.
Desde el momento que fue elegida presidenta, Fernanda dejó claro que, a pesar de ser un conjunto privado, buscaría articularse con el resto de la parroquia, conocida por su carácter popular y una población afrodescendiente que representa el diez por ciento del total de la población de la parroquia y tiene una importante presencia en las distintas esferas de la vida barrial. Fernanda desde que era adolescente ha trabajado de distintas formas por la defensa de los derechos del pueblo negro, en especial de las mujeres negras. Esta conciencia activista fue una de las razones para que durante el Paro y el Levantamiento de octubre de 2019 Fernanda no se quedara inmóvil.
Todo empezó el 3 de octubre, cuando cientos de transportistas paralizaron el país en respuesta al decreto 883 con el que el presidente Lenín Moreno pretendía imponer nuevas medidas económicas, entre las que se encontraba la eliminación del subsidio a los combustibles. Calderón es un paso obligatorio en la ruta que conecta el norte del país con Quito, la capital. Además es un territorio en expansión urbanística, por lo que es frecuente observar volquetas que trabajan en los alrededores. Esto facilitó a los transportistas el bloqueo de vías en los primeros días de Paro. Los dirigentes de las organizaciones de transporte activaron la cadena de mando hacia abajo para detener casi por completo el transcurso normal de las actividades en el sector. Pero el Levantamiento no se limitó a los transportistas. El 2 de octubre la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) anunció movilizaciones, en conjunto con el Frente Unitario de Trabajadores, a las que se sumaron estudiantes y organizaciones sociales. Mientras miles de indígenas marchaban hacia Quito desde distintos puntos del Ecuador, los dirigentes transportistas llegaban a un acuerdo con el gobierno para poner fin a su manifestación. Sin embargo, la llama de la protesta ya se había proliferado a lo largo del país.
Los primeros días de paralización nadie parecía saber cómo reaccionar, muchos se encontraron en la encrucijada entre apoyar los reclamos o cuidar su empleo, que en Ecuador es un bien en escasez. Fernanda Chalá dividió su tiempo: buscó aventones, hizo transbordos y atravesó barrios a pie para ir a trabajar; pero en su recorrido también buscaba entender la situación para poder tener conciencia sobre lo que motivaría su eventual participación.
Fernanda se puso en contacto con algunos dirigentes de Calderón para oponerse a las medidas económicas, conocidas también como paquetazo, y para facilitar la llegada a Quito de manifestantes indígenas que viajaban desde el norte del país. Una de las organizaciones con las que se comunicó fue la Federación de Barrios de Quito, que agrupa a algunos de los comités barriales de la ciudad. Entre ellos se encuentra la organización Carapungo Libre y Seguro, que representa al barrio contiguo a Marianitas.
Carapungo es una palabra kichwa que suele ser interpretada como puerta de los Kitu-Caras, y hoy es el nombre de uno de los barrios que conforman la parroquia de Calderón, aunque ancestralmente todo el territorio de la parroquia llevaba el nombre de Carapungo. En 1897, cuando este sector fue elevado a la categoría de parroquia, el Concejo Municipal de Quito sustituyó su nombre para homenajear a Abdón Calderón, uno de los héroes de la Batalla del Pichincha: hito histórico para lograr la independencia de España de los territorios que hoy conforman el Ecuador.
Con el fin de mejorar la convivencia en Carapungo, uno de los barrios más activos de la parroquia, se fundó Carapungo Libre y Seguro, una organización de derecho, con personería jurídica obtenida el 20 septiembre de 2019, que desde entonces funge como representante del barrio ante el Gobierno Autónomo Descentralizado (GAD) de Calderón. Byron Encalada, un educador normalista con 35 años de experiencia, es uno de los fundadores de la organización, además es su presidente y delegado en la Federación de Barrios de Quito. Byron se formó en la Normal de Varones del antiguo Colegio Juan Montalvo, una institución pública de larga trayectoria, adscrita a la Universidad Central. En Ecuador, los estudiantes del sistema de educación pública deben exigir que no se atropellen sus derechos, por lo que Byron contaba con la experiencia de haber participado en más de una protesta, años atrás. Casi cuatro décadas más tarde, aún recordaba el efecto del gas lacrimógeno, y pese a que no quería volver a saborearlo, en octubre de 2019 junto con Fernanda y varias personas de las organizaciones barriales de Calderón y Carapungo se movilizó contra el paquetazo.
Desde su posición de dirigente barrial, Fernanda no sólo estuvo en contacto con Byron de Carapungo, sino también con otros dirigentes y actores barriales, como Patricio Camacho, uno de los miembros del Consejo Parroquial de Calderón, quien asegura que varias organizaciones sociales populares se reunieron: el Frente Popular (FP), la Unión Nacional de Educadores (UNE), la Federación de Estudiantes Universitarios del Ecuador (FEUE), la Federación de Comerciantes Minoristas y de los Mercados de Pichincha (FEDECOMIP), entre otras. No todas estas organizaciones son de Calderón. De hecho, la mayor parte de ellas tienen alcance nacional, como Mujeres por el Cambio, la organización a la que Fernanda pertenece, pero juntos organizaron una reunión de la Federación de Barrios de Quito, en la que acordaron «luchar contra el tema del paquetazo».
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Byron Encalada recuerda la presencia de volquetas en Calderón, que bloquearon las principales vías de ingreso a Quito desde los primeros días de Paro y dejaron parcialmente aislados del resto de la ciudad a más de 250.000 pobladores. Fernanda Chalá evoca algo similar: «alrededor de seis volquetas cerraban el acceso a la altura de lo que ahora es un nuevo centro comercial. Otras dos volquetas sitiaban el ingreso a la avenida Simón Bolívar, y las otras la salida hacia la Panamericana Norte», dice.
Los primeros manifestantes indígenas llegaron el 7 de octubre a Quito. Su presencia marcó un giro; fueron ellos quienes garantizaron que se cumpliera el legítimo derecho a la protesta social. Esa garantía animó a muchos a salir y hacerse escuchar, así lo cuenta Fernanda: «También salieron los sin vivienda y cuando ellos salieron su consigna era que necesitan una vivienda digna, que necesitan un lugar donde vivir. Salieron los comerciantes minoristas, para decirle al presidente que también necesitan de dignidad, lugares específicos para distribuir sus productos sin que la policía metropolitana les quite lo poco que ellos tienen. Salieron las amas de casa para decir que no existe un bolsillo que tenga para dar de comer a sus hijos. También los jóvenes universitarios y secundarios para levantar su voz de protesta y hacerle ver al gobierno que necesitan estudiar, que requieren de educación de calidad, gratuita».
Mientras la mayor parte de los manifestantes buscaban la derogatoria del decreto 883, también había quienes reivindicaban otro tipo de exigencias, otros que querían instantes de catarsis, y también quienes buscaban desestabilizar y profundizar el caos. A simple vista, sin embargo, todo parecía una sola marea humana: pueblo vs uniformados.
El 8 de octubre, Fernanda se trasladó al centro-norte de Quito para encontrarse con sus compañeras de la organización Mujeres por el Cambio y participar en una marcha hacia el centro histórico de la ciudad, donde generalmente se concentran las manifestaciones. Antes de llegar al parque de El Ejido y de que la protesta entrara en calor, decenas de mujeres decidieron juntas encabezar un grupo en la marcha: mujeres afroecuatorianas, mestizas e indígenas, algunas con niños de la mano o en sus espaldas, pedían la derogatoria del decreto 883. Cuando alcanzaron la Caja del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS), Fernanda se percató de la presencia de un grupo de policías, en su mayoría mujeres, armadas y prestas para reprimir.
«Para poder justificar el uso de la fuerza mandaron mujeres robustas, casi todas mujeres negras, mujeres fornidas, porque nos caracterizamos muchas veces por ser así, ¿no?. Eran mujeres policías armadas con sus toletes, armadas con sus escudos, para poder reprimir a las mujeres desarmadas, a las mujeres de las organizaciones sociales que en ese momento estábamos a la vanguardia», me dice Fernanda y se le quiebra la voz al recordar que fueron mujeres policías afroecuatorianas, como ella, quienes fueron las responsables de repeler la marcha, a pesar de que la mayoría de las mujeres que se encontraban a la cabeza caminaban con las manos en alto, en señal de paz. Era una protesta masiva, por lo que también había personas que insultaban a los uniformados y arrojaban objetos, pero para Fernanda la respuesta de la Policía «fue desproporcionada». Mujeres y hombres manifestantes se dispersaron despavoridos, buscando refugio de los gases lacrimógenos y de la trayectoria de los toletes, que oscilaban con fuerza, buscando encontrarse con algo que interrumpiera su trayectoria.
Fernanda tomó varios vehículos para retornar a Calderón. Se sentía indignada y emocionalmente adolorida por lo que acababa de experimentar. Ya en Calderón vio dos volquetas estacionadas junto a la entrada de Santa Marianita, su condominio. Los dos vehículos exhibían en sus puertas el logotipo del Consejo Provincial de Pichincha.
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Luego de graduarse de la Normal de Varones Juan Montalvo y convertirse en profesor, Byron Encalada se mantuvo alejado de cualquier tipo de militancia. Pero el fin de esa distancia llegó en el Levantamiento de octubre 2019, cuando por primera vez en décadas volvía a participar de una protesta. Una de esas jornadas fue el 9 de octubre en la Panamericana, donde se manifestó contra las medidas junto a sus compañeros de la Federación de Barrios.
Byron salió a pie, acompañado de sus vecinas Katy e Irma, bajo lo que describió como «un sol canicular». Sentía temor de convertirse en el peón de una estrategia ajena, pero salir bajo una bandera amiga, la de la Federación de Barrios, le brindaba seguridad. De este modo podía conocer a ciencia cierta los motivos que convocaban a marchar a su grupo. Antes de salir, el padre de Katy, vecino y amigo de Byron, les recomendó usar sombrero y tener cuidado.
—Tranquilo don Huguito, solo miramos, gritamos unos quince minutos y volvemos –dijo Byron, para asegurar que serían cuidadosos.
Para fortuna de Byron, Katy e Irma, el intenso sol ecuatorial empezaba a caer. Un grupo de vecinos de Calderón les esperaba ya en la Panamericana desde las cuatro de la tarde. Patricio, un dirigente de Calderón y miembro de la Federación de Barrios, era uno de los líderes del grupo. Una vez completos sumaron quince personas, pero no eran los únicos presentes. Miles de manifestantes expresaban sus consignas aquella tarde en la Panamericana Norte. Fernanda también se encontraba allí y aunque no formaba parte del grupo de Byron, se pudieron saludar. Esa misma tarde Fernanda pudo constatar que las dos volquetas que por las noches se estacionaban junto a su urbanización eran las mismas que en ese momento bloqueaban la Panamericana. Otras volquetas hacían lo mismo luego de depositar grandes cantidades de tierra y piedras en distintos puntos, para formar montículos y obstaculizar el paso. Estos bloqueos derivaron en acusaciones contra la prefecta de la provincia de Pichincha, Paola Pabón, quien luego negó que se tratara de una disposición de su institución.
Katy, Irma y Byron caminaron hacia el norte por la Panamericana, hasta encontrarse con sus compañeros. Byron recuerda haber visto gente de los movimientos sociales, el pueblo organizado, pero también ciudadanos dispersos que se movilizaron y no eran parte de alguna organización. Byron y sus compañeros se ubicaron frente a una gasolinera y repitieron su consigna. Cuando empezó a anochecer, aumentaron los enfrentamientos entre manifestantes y policías. Las palabras de Don Huguito, el padre de Katy, resonaron en la cabeza de Byron Encalada. Noticias y rumores que circulaban en los teléfonos del grupo y de varios manifestantes creaban confusión: se hablaba de asaltos, saqueos y de la aproximación de las Fuerzas Armadas a Calderón. Debido a su labor de comunicador, Patricio Camacho debía mantenerse siempre informado e informando, por lo que cada vez que tenía la oportunidad comentaba la situación con algún desconocido y en esas interacciones tuvo que desmentir algunos falsos rumores.
Byron recordó aquellas tardes de manifestaciones como estudiante en la Normal Juan Montalvo y eso fue suficiente motivo para que llegase la hora de su retirada. Volteó hacia sus compañeros y se encontró con la mirada de Patricio:
—Patito, me voy. Este no es mi ambiente.
Se disculpó con el resto de los compañeros y se retiró junto Katy e Irma, que también se despidieron del grupo. Tomaron la Avenida Luis Vacari para adentrarse a Carapungo. Entre más se acercaban a la calle Río Cayambe, donde está la estación de Policía de Carapungo, se escuchaban más disturbios. Decidieron no pasar por allí. Llegaron a casa de Katy y su padre los escuchó llegar. Salió por la ventana para conversar un rato. Los tres resumieron la jornada y todos intercambiaron impresiones.
—Aquí estamos temprano, don Huguito. Prefiero que digan aquí corrió, que aquí murió –dijo Byron.
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Calderón se encontraba sitiado. Los plantones más grandes que se realizaron en la parroquia fueron los de la Panamericana, en la entrada a Carapungo. Allí concurrieron pobladores de varios sectores: de Sierra Hermosa, de Hernando Parra, de Santa Marianita, de Carapungo, de Llano Chico, de Mariana de Jesús, del Común, según recuerda Patricio.
El 12 de octubre no fue la excepción. Para algunos moradores de Calderón, como Fernanda, el peligro que implicaba exponerse ante tanta represión descartaba la opción de volver al centro.
—Queremos que el pueblo indígena nos escuche, estamos de protesta, es una voz de todos, no podemos llegar hasta el centro pero desde aquí vamos a levantar la voz de protesta y de apoyo al pueblo indígena y a las organizaciones sociales –dijo ante un grupo de vecinos de Marianitas, su urbanización.
Patricio Camacho recuerda la llegada de dos buses llenos de efectivos policiales que se ubicaron alrededor de los manifestantes en la Panamericana. La represión aumentaba cuando empezó a correr el rumor de que había toque de queda desde las tres de la tarde. Era la una de la tarde. Casi todos empezaron a dispersarse: individuos portando la bandera del Ecuador en sus espaldas, otros con una bandera blanca confeccionada en casa y colocada en un palo cualquiera. El abrupto toque de queda decretado por el presidente Moreno militarizó la ciudad y parecía prometer represión por solo transitar las calles. Pero mientras muchos se retiraban, otros tomaron la medida como una provocación y no vieron otra salida más que poblar las calles. En ese momento aparecieron varios camiones: «No sé de dónde vendrían, pero pitaban y pitaban, y los camiones venían cargados de llantas, de ramas de eucalipto, de papel periódico, de naranjas. Era toda una caravana para apoyar a los hermanos indígenas. Sin importar el toque de queda, lo que hizo mucha de la gente fue treparse al vuelo a esos camiones y decían: ahora más que nunca el pueblo indígena nos necesita, entonces vamos a acompañarles a nuestros hermanos indígenas en esta lucha», dice Patricio.
La violencia en Calderón había sobrepasado los límites de lo que sus pobladores creían aceptable: tres Unidades de Policía Comunitaria (UPC) fueron incendiadas en la parroquia (Panamericana, Marianitas y Carapungo); se registraron asaltos y saqueos; además 54 policías fueron detenidos por manifestantes para exigir el cese de la represión que se vivía en las calles del país, mientras que decenas de manifestantes eran detenidos y reprimidos por otros policías y militares, que refugiados en sus escudos transparentes, caballos, tanquetas, hicieron uso de sus toletes y otras armas disuasivas. Para el 12 de octubre, la Defensoría del Pueblo ya había registrado 1178 detenidos a nivel nacional en el marco de las manifestaciones. La urgencia por controlar la violencia era evidente, pero el gobierno ecuatoriano parecía escalar las tensiones y quería vencer por la fuerza.
Patricio ideó otras formas de participar y apoyar el Paro. Junto a sus compañeros de la Federación de Barrios, Byron y con otros vecinos de Calderón, se propusieron juntar víveres y abrigo para un grupo de alrededor 300 manifestantes indígenas que estaban llegando a Cocotog en ese momento, en pleno toque de queda.
San José de Cocotog es una comuna rural de aproximadamente 4000 habitantes, ubicada al nororiente de Quito, en la parroquia de Zámbiza, muy cerca de Calderón. En el 2015 los vecinos de esta comuna se organizaron para obtener servicios básicos e incorporar a su sector en las rutas de transporte público de la ciudad de Quito. La mayoría de los pobladores tienen ascendencia indígena y aún conservan ciertas costumbres.
Debido al toque de queda, nada de esto era una buena idea para Byron Encalada, pero «permitir que se sometiera al pueblo», dice, «le parecía más grave». Es así que a la propuesta se sumaron ocho vecinos, con tres vehículos. Acordaron conseguir los insumos por cuenta propia y encontrarse en la Avenida Luis Vacari a las ocho de la noche.
Byron y Sonia, su esposa, recolectaron donaciones de sus vecinos y los miembros de Carapungo Libre y Seguro. «Por ahí alguien venía con una fundita del Santa María, de las amarillas. Y así, toda la gente colaboró, mal sería decir lo contrario», recuerda. Por otro lado, Patricio Camacho organizó una colecta en la plaza central de Calderón; otro vecino, Marco Mendieta, reunió insumos en Sierra Hermosa y cuando se encontraron tenían ya un poco de víveres, canecas de agua, pan, panela y cobijas. La flota estaba conformada por el auto de Patricio, un 4×4 de tres puertas; una furgoneta tipo palanqueta conducida por Marco, otro vecino; y el automóvil tipo sedán de César, un compañero de Patricio. Margot de la Cruz, una de las vecinas del grupo, resaltó que los vehículos tenían capacidad para llevar más cosas de las que tenían, por lo que recorrieron juntos las distintas etapas de Carapungo, Sierra Hermosa y la urbanización Santa Marianita, donde Fernanda Chalá les esperaba con insumos. Byron recuerda el apoyo de las personas: «Por ahí decían yo tengo esta fundita de atún, yo tengo esta fundita de galletas, y la gente se fue solidarizando. La gente iba a dejar directamente en los carros. Nosotros gritábamos:
—Vamos llevando cosas, ¡colaboren vecinos!
—Pare, pare, pare –y colaboraba uno y se acercaban los demás, curiosos».
Lograron conseguir tantas cosas que se terminó el espacio en los tres vehículos. Fue necesario abatir el asiento de uno de los autos y cuando éste se llenó colocaron fundas sobre el techo, en la parrilla. Patricio lideraba la flota, en el asiento del copiloto viajaban Geovana y Liliana, la hija de Byron Encalada. Se encontraron con alrededor de una decena de volquetas que junto a montículos de escombros y material pétreo imposibilitaban el paso. Tuvieron que tomar vías alternativas. Un viaje que sin tráfico debe tomar veinte minutos les tomó casi cuatro horas. Patricio recuerda que fue como atravesar «un verdadero laberinto, lleno de obstáculos».
Cocotog se encuentra junto a una pendiente. Cuando bajaron, en el tramo final, se les cruzó un camión. Tres indígenas se acercaron al primer vehículo, el de Patricio. Con una actitud firme, bordeando lo beligerante, uno de ellos se ubicó junto a la llanta delantera y los otros dos se acercaron a la ventana:
—¿Qué hacen aquí?
—Venga, venga, mire. Antes de que me baje la llanta acérquese y vea lo que tenemos. Estamos yendo a la casa de Cocotog, venimos con comida y ayuda para ustedes –dijo Patricio.
Ya habían pasado las diez de la noche cuando se estacionaron en Cocotog, a tres cuadras del centro educativo donde se estaban acomodando los manifestantes indígenas. Había mucha gente, casi todos indígenas, y el grupo de Calderón acordó dividirse: algunos se quedarían cuidando los vehículos mientras otros irían a hacer la entrega. Patricio y César se adelantaron para buscar a algún representante. Antes de ingresar al centro educativo fueron recibidos por uno de los jefes de la guardia, un joven con la cara pintada, a quien Patricio no calcula más de 18 años.
—Somos de la Federación de Barrios de Quito. Venimos a dejar insumos –le dijo Patricio al joven, en tono solvente, según recuerda.
El muchacho habló con sus compañeros en kichwa. Junto a tres de ellos escoltaron a Patricio y César hacia los vehículos, donde Byron Encalada esperaba preocupado. Entre las miradas de la gente, los jóvenes bajaron las bolsas y cajas de los autos, y caminaron en dirección al centro educativo. El último de tres filtros que tuvieron que pasar antes de ingresar llamó la atención de Patricio:
«Yo aquí destaco el hecho organizativo de la mujer. En el último filtro, que era ya la casa comunal, se encontraban a la izquierda varias mujeres indígenas y habían letreros que decían: Comida fresca, enlatados, cobijas, ropa. Tenían ya montones de cosas. Entonces una señora de unos 60 años nos dice:
—A ver, nosotros tenemos aquí registrado. Nosotros les vamos a ayudar a dejar compañeros, no se muevan de ahí. ¿De dónde vienes?
—Soy de aquí, de Calderón.
—¿Y qué traes? –Patricio y sus compañeros no supieron responder–. ¿Qué es lo que quieres?, ¿quieres trago?»
Las primeras risas determinaron que la señora estaba bromeando. Patricio estima que alrededor del coliseo y dentro del mismo había aproximadamente 400 personas. Los manifestantes habían llegado en buses, en camiones y a pie. Cocotog era una parada más, la última, en donde podían, en el mejor de los casos, descansar unas horas antes de continuar su trayecto en grupos pequeños, de seis o siete personas, debido al toque de queda. El destino final era el Parque El Arbolito.
Tres mujeres de alrededor de veinte años revisaron y registraron las donaciones en un cuaderno. Mientras lo hacían, Patricio pidió permiso para tomar la palabra y dar la bienvenida a los manifestantes que estaban adentro del coliseo. La señora no accedió fácilmente. Le interrogó sobre lo que iba a decir, le preguntó si está con algún político y finalmente le entregó el megáfono que tenía en la mano:
—Hermanos y hermanas, bienvenidos a Calderón. Nosotros trajimos un poco de comida. Porque aquí no es un problema de los mishus, aquí no es un problema del campo, de los indígenas, aquí es un problema del pueblo. Y nosotros tenemos que luchar.
En su intervención, Patricio intentó graficar la relación intrínseca en la lucha del pueblo urbano y rural. No pudo evitar emocionarse por los sentimientos de confraternidad que experimentó al caer en cuenta de que con sus palabras podía estar dando vitalidad a gente que había caminado días con una meta en la cabeza. «Esa meta de exigir al gobierno menos desigualdad y la derogatoria del decreto 883 es la que a mí me llenaba de esperanza», dice.
Patricio, Byron y sus compañeros regresaron a sus domicilios en la madrugada, con los vehículos vacíos y con la satisfacción de haber hecho lo que estaba a su alcance para aportar al Levantamiento Indígena. Al igual que Patricio y Byron, Fernanda también destaca la unidad de los pueblos y nacionalidades indígenas para resistir y obligar al presidente a sostener un diálogo transmitido en directo con sus líderes.
El 13 de octubre de 2019, a través de un nuevo decreto, Lenín Moreno dejó sin efecto al 883. Para Fernanda el Levantamiento dejó una enseñanza inconmensurable, que marca un punto de giro en la historia del Ecuador:
«Las organizaciones sociales populares, el pueblo organizado y el no organizado se quedaron con una lección bastante importante: que no podemos pretender que otras personas luchen por nosotros, que al país no solamente se lo saca adelante trabajando, sino saliendo a las calles, haciéndole ver a los gobiernos que existe un pueblo. Cuando el pueblo sale, el pueblo sale en busca de dignidad, sale en busca de mejores vías, de atención médica inmediata, sale por el derecho a la vivienda, a la jubilación, al trabajo».
Es por eso que Fernanda cree que octubre de 2019 marcó un antes y un después, para ella y para el país. Para ella fue el momento en el que se tejió una línea de encuentro entre el pueblo organizado y el pueblo no organizado en las calles de Quito: «Ahí se vio la confluencia de todas las organizaciones sociales y populares a nivel nacional. Mucha gente que vino de todos los sectores, pero también había gente indignada, que no forma parte de ninguna organización social, pero efectivamente sufre el efecto de este sistema, de las medidas antipopulares», dice.