Ese sábado todo fue diferente en la parroquia de La Mena Dos, al sur de Quito. Como muy pocas veces, no hubo feria libre ni mercado en la Calle Angamarca; no se vieron a las caseritas gritando para vender los tomates, las cebollas a dólar; los camiones no iban por las calles, vendiendo a todo volumen los quintales de papa chola, y la furgoneta de encebollados no ofrecía curar el chuchaki. Ese día, las vecinas y vecinos de La Mena tampoco salieron a comprar con sus canastos y sus coches, como lo han hecho cada sábado desde que esta parroquia existe, hace más de 40 años. Ese sábado, 12 de octubre del 2019, vendedores y caseritas se unieron a una marcha protagonizada por los barrios del sur, en el marco del Paro Nacional y el Levantamiento Indígena.
Doris despertó con los gritos de sus vecinos a eso de las siete de la mañana, por la calle se esparció el rumor de que habría saqueos, se vistió con un bividi y unos jeans, del apuro no se puso medias, y salió a ver qué pasaba. Pero no era un saqueo, eran sus caseras del mercado quienes estaban en la calle invitando a juntarse a la marcha de los barrios del sur que se organizaba por toda la Avenida Mariscal Sucre. Se juntó con sus vecinos y amigos a la caminata, los mismos con los que había participado de los cacerolazos desde el tres de octubre de 2019, día que inicio el Paro.
Doris y sus vecinos bajaron por la pendiente donde se encuentra su casa, en la Ciudadela Tarqui, cerca de la parada de buses, caminaron alrededor de un kilómetro y medio hasta llegar a la Avenida Mariscal Sucre, la principal vía que conecta los barrios de la parroquia de la Mena Dos con el resto de la ciudad. En su trayecto, Doris vio el mercado cerrado. En medio de su recorrido por la Avenida Mariscal Sucre, cayó en cuenta que había salido sin abrigo y sin medias de su casa:
— Yo digo, si ese día tenía que haber dado mi vida, yo me iba así — cuenta Doris tratando de no reírse
Doris tenía su garganta sentida tras varias jornadas de gritos y cánticos en contra de las medidas económicas dictadas por el gobierno de Lenin Moreno a inicios de ese mes, pero no le importó el dolor, ni el frío que sentía, decidió seguir la marcha caminó hasta el Parque El Ejido al centro norte de Quito.
Desde otra parte del sector, en el barrio Santa Bárbara, Alfonso, de sesenta años, se levantó temprano y salió de su casa como todos los días para prestar servicio de taxi ruta que lleva pasajeros desde la Mariscal Sucre hasta los barrios más lejanos de La Mena y Santa Bárbara, a esos barrios donde los buses no llegan. Ese sábado, estaba convencido de que por ser día de feria en La Mena Dos, haría más carreras de lo usual. Toda esa semana había sido buena para él por el Paro de los transportistas, pues ante la falta de buses, la gente recurrió al servicio de taxi ruta. Pero esa mañana un grupo de personas paró la marcha de su carro. Alfonso intentaba cruzar con su vehículo la Avenida Mariscal Sucre, cuando vio que familias enteras, camionetas y marchantes se apoderaban de la calzada. De repente escuchó:
—¿Qué no eres ecuatoriano? ¿No eres pueblo?
Los marchantes buscaban que se una al paro. Al principio, Alfonso solo vio a personas de otras provincias, pero poco a poco, los vecinos de los barrios del Sur se unieron. Asombrado por estas palabras, regresó a su casa y en el trayecto pudo ver cómo decenas de personas caminaban rumbo a la avenida principal, con palos, pancartas e improvisados escudos.
Alfonso estacionó su vehículo en la puerta de su casa y comenzó a charlar con sus vecinos en el parque de la Calle Ecuador. Sabía que un alza en la gasolina extra afectaría las pocas ganancias que le deja manejar un taxi ruta, pero ese día no saldría a protestar. Atrás quedaron los tiempos, cuando joven tiraba piedras durante las protestas que se hacían en la Universidad Central. A sus 60 años, prefería conversar sobre la situación del país, en el lugar donde se dan las charlas más importantes de todas: la esquina del barrio.
Al igual que Alfonso, Juan Carlos y su familia tampoco trabajaron el sábado 12 de octubre. Ese día como todas las mañanas, Juan Carlos se instaló con una de sus furgonetas en la calle Angamarca desde las seis de la mañana, para vender caldos de manguera y encebollado. Él estaba con su negocio cerca de su casa y su hijo mayor en la otra furgoneta cuadras más abajo. A eso de las nueve de la mañana, una de las vecinas del mercado se acercó a Juan Carlos, no para comprarle uno de los caldos de dos dólares, sino para decirle en tono de reclamo:
– ¡Ahh!, ¡nosotros luchando y usted vendiendo!
Juan Carlos entendió entonces lo que sucedía. Fue a buscar a su hijo para regresar pronto a su casa en la calle Río Nuevo y decidieron salir a la marcha.
—Nosotros también somos pueblo —dice al recordar.
Al llegar a su hogar, quitó las mesas, las sillas y los manteles de su furgoneta Mitsubishi de 1978 color celeste, dispuesto a salir lo más pronto posible. Su esposa Gladys, quien nunca antes había salido a una marcha, ahora llevaba una bandera tricolor en sus manos ondeándola con euforia. Uno de sus hijos en cambio, hizo un escudo de madera. Toda su familia estaba lista para salir a protestar.
Los caldos se quedaron en la olla, pero a esta familia no le importó perder la venta de ese día, pues como dice Juan Carlos:
—No iba a dejar que solo ellos hagan la protesta.
Ese día su furgoneta dejó de ser, por un momento, un comedor móvil de los apetecidos caldos de manguera del sur, para ser un vehículo de pasajeros con marchantes durante el trayecto por la Mariscal Sucre hasta El Ejido. Cuando esta familia de vendedores autónomos salió de su casa, decenas de familias, madres con sus hijos, jóvenes salían desde sus viviendas ubicadas a los pies del cerro Ungüi por donde se extiende la parroquia de la Mena Dos, en el suroeste de Quito. En la calle Angamarca llantas comenzaron a quemarse. La misma escena se repetía en todos los barrios del sur, que se ubican alrededor de la Avenida Mariscal Sucre. Personas y camionetas llenaban los tres carriles que comprenden esta avenida, en sentido sur- norte. La marcha iba rumbo al Parque de El Arbolito, que fue durante once días, el escenario del Paro Nacional y del Levantamiento Indígena.
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La marcha de los barrios del sur, del 12 de octubre, cerraba una larga semana de protesta y cacerolazos en La Mena Dos.
— La Mena Dos fue el primer barrio que se activó con cacerolazos –dice Doris con orgullo
A casi un año de esta marcha, le pido a Doris hacer memoria de los días de octubre durante las protestas en los barrios del sur. Caminamos a la entrada del bosque que separa la Ciudadela Tarqui del Cerro Ungüi.
El Ungüi es una de las elevaciones que sobresale en el sur de Quito, por sus 3578 metros de altura, a su alrededor se encuentran las parroquias de La Mena Dos y Chilibulo, en el lado urbano de la ciudad; mientras que por el otro frente de este cerro emerge la parroquia rural de Lloa. Doris sabe de la importancia de este cerro para las y los vecinos de la Mena Dos, e incluso dice «es un referente del Sur de Quito». El nombre de este cerro proviene de la palabra kichwa onkoy, que significa enfermedad. En su libro «Chilibulo: Memoria histórica y colectiva», el investigador Manuel Espinosa, cuenta que los pueblos indígenas consideraban al cerro como un lugar de sanación, por la gran presencia de plantas medicinales. Parte del bosque que rodea a este cerro fue declarado en el 2008, Parque Metropolitano y llamado Parque Chilibulo Wayrapungo o puerta del viento.
Doris ha vivido en la Mena Dos gran parte de sus 41 años. Sus padres fueron dirigentes sindicales y de ellos, heredó el entusiasmo por participar en acciones reivindicativas, primero como dirigenta estudiantil en su paso por el Colegio Jorge Icaza y luego en el Consejo Provincial, ambas instituciones educativas ubicadas en el Sur de Quito. De joven también se vinculó con las causas campesinas, por el agua y las semillas; ahora en cambio, es activista por temas medio ambientales, barriales y por los derechos de las mujeres. Su activismo político desde el colegio la hizo participar en las marchas y protestas durante la caída de los gobiernos de Bucaram y de Mahuad.
—Nos íbamos a las marchas, contra estos gobiernos neoliberales que siempre buscaban afectarnos. Era necesario defender el derecho a la educación— me dice Doris mientras saluda con vecinos que cruzan por el tramo de bosque que se separa la Ciudadela Tarqui del barrio de San Fernando.
Por eso, cuando el Presidente Lenín Moreno anunció, el primero de octubre de 2019, el fin del subsidio de la gasolina extra y del diésel, Doris sabía que esta medida no iba a ser bien recibida
—Se tiene en la memoria que cuando hay un incremento de los combustibles, sube todo.
Antes de que las protestas comenzaran, los vecinos y vecinas de Doris se reunían en la Ciudadela Tarqui y conversaban sobre lo que pasaba en el país. Conversaban que la eliminación de los subsidios era parte de las políticas de recorte del gobierno en la educación, en la salud, en los presupuestos para mujeres y otros temas sociales, es por eso, dice, la gente sintió «la responsabilidad de defender esos derechos en las calles».
Así, las protestas en La Mena Dos iniciaron el jueves 3 de octubre. Desde la mañana, una cooperativa de taxis del sector se unió al Paro de transportistas. Los taxis de esta cooperativa cortaron algunos tramos de la Calle Angamarca y de la Cristóbal Enríquez. Por la tarde de ese mismo día, en varias esquinas de la Ciudadela Tarqui, se escuchó un primer cacerolazo.
Para el segundo día del Paro, el viernes 4 de octubre, las y los vecinos de esta ciudadela ya estaban más organizados. Doris cuenta que hicieron carteles, sacaron palos, muebles viejos y llantas para quemar y acompañar el cacerolazo. La gente del sector, dice, se comunicaba por el chat de vecinos, se mandaban mensajes de convocatoria y también compartían imágenes, vídeos y noticias sobre el Paro. Gracias a su celular Doris pudo enterarse de cosas que los noticieros de televisión no decían:
— Las redes sociales fueron un medio de comunicación directo, ya que los medios de comunicación comerciales, empresariales, nunca pasaban lo que sucedía aquí en Quito. Pasaban lo que era de entretenimiento, esos programas de reality, pero nunca pasaban la realidad del estallido social.
Con el pasar de los días, la acción se tomó el Parque Central de La Mena, la Parada de buses, e incluso, las y los vecinos se animaron a bajar hasta la Mariscal Sucre. Las ollas, los pitos y las tapas sonaron durante los once días que duró el Paro Nacional. En su momento más alto, estos cacerolazos llegaron a tener entre 200 y 300 personas, afirma Doris.
Entre los manifestantes que salieron a los cacerolazos, estaba Juan, un joven músico que ha vivido alrededor de diecisiete años en La Mena Dos. Para Juan, esta parroquia se distingue de otros sectores de la ciudad porque todavía hay solidaridad y la gente se intercambia constantemente información. En varias ocasiones, confiesa, ha escuchado que gente de otros barrios habla mal de La Mena, calificándolo como un barrio peligroso, pero para él esto no es más que un estigma que desconoce las cosas buenas de este sector de la ciudad. Así, para Juan en las protestas de octubre, la participación y solidaridad del barrio se fue despertando de forma gradual. Relata que primero se hicieron cacerolazos; luego, en una de las casas del sector, se habilitó un centro de acopio donde las y los vecinos, las tiendas y los pequeños negocios hicieron donativos para el Paro. Juan fue con unos amigos, hasta la Universidad Católica y Salesiana donde entregaron la ayuda que recogieron en La Mena Dos.
Al igual que Juan, Doris opina que en esta parroquia «Todavía hay gente solidaria y comprometida» y a ella también le preocupa el estigma que pesa sobre su barrio. Por ello, ha impulsado desde joven, campeonatos de fútbol, campamentos vacacionales, mingas y otros proyectos. Sabe que la participación comunitaria ya no es la misma, pues durante sus cuarenta y un años, ha visto cómo el barrio ha cambiado, cómo los vecinos antiguos vendieron sus casas o migraron a causa del feriado bancario y la crisis económica en 1999. Sin embargo, aún cree que es necesario mantener en la memoria de las y los vecinos, la historia de la lucha obrera que llevó a formar este barrio, algo que es parte de la memoria también de su familia.
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La familia de Doris fue parte de las primeras familias que habitaron La Mena hace más de cuarenta y cinco años. Este barrio, al igual que otros barrios del Sur son fruto de «conquistas sociales» dice Doris, por parte de obreros, trabajadores públicos y de cooperativas de vivienda. El acceso a estos terrenos no fue fácil:
—Fueron momentos de lucha. Nuestra gente estaba en reuniones para que se nos entregue los terrenos, con un costo social, dice Doris, mientras en sus ojos se muestra una mezcla de alegría y orgullo, al contar la historia de sus padres.
Los primeros barrios del Sur se asentaron en los terrenos de antiguas haciendas, en demanda de vivienda barata y digna. Así, lo que hoy es la parroquia de La Mena Dos, antes fue una hacienda propiedad de la familia Mena, que se extendía desde el cerro Ungüi hasta lo que ahora se conoce como el sector de la Quito Sur. El Municipio separó esta hacienda en dos grandes barrios, divididos por la Avenida Mariscal Sucre. Los terrenos debajo de esta avenida, se llamaron Mena Uno, y los terrenos ubicados a los pies del cerro Ungüi, fueron conocidos desde ese momento como La Mena Dos.
Doris me cuenta que metros más arriba de lo que hoy es su barrio, la Ciudadela Tarqui, se esconden restos de lo que en algún momento fue la casa de la hacienda de la familia Mena. Aunque el tiempo ha deteriorado esta construcción, para Doris, es necesario preservarla pues dice «Es parte de la historia de este barrio».
Pero la historia de la Mena Dos, y en general, de los barrios el Sur de Quito, no comienza aquí. Ya en épocas prehispánicas, en este sector de la ciudad se asentaron pueblos indígenas, que se mantuvieron incluso hasta luego de la conquista española. Específicamente, el Centro de Investigaciones Arqueológicas de la Universidad Católica pudo evidenciar que, entre las actuales parroquias de Chillogallo y Chilibulo, parroquias colindantes a la Mena Dos, existieron asentamientos del Pueblo Kitu Cara y Panzaleo de Amaguaña. Entre los años 70 y 80, este centro encontró restos de tumbas y piezas de cerámica en estas parroquias. Los estudios realizados a estos vestigios concluyeron que estos se desarrollaron durante la fase conocida históricamente como Período de Integración Temprana, que se dio entre los años 500 y el 600 D.C.
Con la llegada de La Colonia, estos territorios fueron expropiados a los pueblos indígenas y divididos en haciendas entre los primeros españoles que colonizaron la ciudad. En medio de estas haciendas, se creó la parroquia de La Magdalena o Machangarilla por su nombre ancestral, que fue designada como una doctrina suburbana de indios o república de indios, según lo establecían las leyes españolas, para en 1575 ser nombrada parroquia rural. Es decir, se creó un territorio solo habitado por indígenas, conforme se señala en los documentos que reposan en la Iglesia Central de este sector. Las familias indígenas fueron obligadas a vivir en las laderas de los cerros Ungüi y Chilindalo, aledaños a La Magdalena. También debían trabajar en las haciendas vecinas, en la agricultura, en el cuidado de animales y en dar su fuerza de trabajo para las obras que demandará la ciudad. De toda esta historia, hoy en día, la Comuna Chilibulo –Marcopamba –La Raya, ubicada a las faldas del cerro Ungui, se mantiene como uno de los territorios ancestrales que sobreviven dentro de la ciudad, como descendientes de los pueblos originarios de Quito.
La división de Quito, entre «barrios para indígenas» y «barrios para españoles», prevaleció en la forma de organizar la actual ciudad. En el libro “Quito Inesperado”, de los geógrafos René de Maximy y Karine Peyronnie, se explica que el Quito moderno se organizó a partir de la división social, económica e incluso geográfica de sus habitantes. Así, desde finales del siglo diecinueve, las fábricas comenzaron a extenderse en las entonces periferias de Quito y con ellas vino la migración de trabajadores de provincia hasta la capital. Los primeros barrios en construirse en el Sur fueron Chimbacalle y la Villaflora, diseñados para los trabajadores del ferrocarril y otros trabajadores públicos. De esta forma, La Mena, al igual que otros barrios del Sur, fueron planificados como barrios de obreros; mientras que en el norte, se ubicaron los barrios de patrones y de urbanizaciones privadas.
Esta forma de la ciudad se consolidó a partir de los años setenta, con el inicio de la explotación petrolera en el país. Como menciona el académico Fernando Carrión, en el artículo “La forma urbana de Quito: una historia de centros y periferias”, la consolidación de un modelo económico basado en la exportación de materias primas aceleró la urbanización y el crecimiento de la ciudad en su sentido norte y sur. En la parte suroccidente de Quito, los barrios como La Mena nacieron alrededor de la Avenida Mariscal Sucre,
Antes esta avenida no existía. La Mariscal Sucre se fue extendiendo conforme crecieron los barrios en el sur. Hasta los años setenta, era la calle Bahía de Caráquez, la vía que conectaba el centro de Quito con los barrios que se encontraban en la parte sureste de la ciudad.
Alfonso, antes de mudarse a La Mena Dos, vivió durante su niñez y juventud cerca de «La Bahía», como se llamaba entonces a esa calle. Recuerda que cuando era niño, esta calzada tenía dos carriles, el uno en sentido sur, y el otro en sentido norte, por donde bajaban y subían buses de madera. «La Bahía» era inicialmente una calle construida con piedra, que se extendía entre el hospital San Lázaro y el sector de Los Dos Puentes. Cuenta Alfonso que antes en Los Dos Puentes, había una quebrada, tras la cual asomaba un camino de piedra que iba más al sur, por donde se podía ir al sector de El Caballito en Chillogallo y para llegar al sur había que atravesar bosques y lagunas
— Llegar a La Mena Dos en esos años, era toda una travesía— dice Alfonso.
Con la construcción de los túneles de San Diego, San Roque y San Juan, iniciada en 1973, empezó a consolidarse una gran vía que en su parte sur se llamó: Vencedores de Pichincha; y en el norte: Occidental. Para la década de los noventa, esta vía adoptó definitivamente el nombre de Avenida Mariscal Sucre. La calle Bahía de Caráquez se acortó hasta la entrada al Panecillo.
Hoy la Mariscal Sucre cuenta con casi 31 kilómetros que atraviesan casi toda la ciudad de Quito, desde Guamaní al sur, hasta Carcelén al norte. Es una de las arterias viales por donde miles de quiteños como Doris, se transportan diariamente, ya sea en vehículo propio, por sistema de buses del Corredor Suroccidental o por otras líneas de transporte. Así también, conductores como Alfonso o vendedores autónomos como Juan Carlos hacen diariamente sus actividades económicas alrededor de esta avenida. Por esta misma razón, la Mariscal Sucre fue una de las calles por donde, ese sábado 12 de octubre del 2019, los pobladores del sur se movilizaron en lo que luego fue llamada La Marcha de los Barrios del Sur.
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La convocatoria fue de boca en boca. De a poco, sobre la calzada de la Avenida Mariscal Sucre, se apostaron decenas y decenas de vecinas y vecinos de los barrios del sur; algunos caminaban, otros salían de sus casas a apoyar y aplaudir la marcha. Algunas personas quemaban llantas, o regalaban víveres y provisiones a los carros llenos de manifestantes, que iban por las vías del Corredor Suroccidental.
A Doris Escalante está marcha la sorprendió como a la mayoría de vecinos y vecinas del Sur de Quito. Aunque no se esperaba esta acción, sabe que la gente de este sector es capaz de reaccionar «a cualquier situación que pueda afectar nuestro bienestar de la comunidad». Es así que ese día, los barrios se unieron no solo en solidaridad con la marcha indígena, sino porque sentían que se jugaba su futuro y el de sus hijos:
—Ese día fuimos decididos a todo, no nos importó nada. Si era necesario defender ese día el futuro de sus hijos y el presente de todos, entonces estábamos dispuestos a todo —dice Doris.
Al iniciar la marcha, Doris pensó que llegaría solo hasta el sector de El Pintado, que se ubica a pocos kilómetros de su casa, pero el ánimo de la gente y la emoción del momento, la hicieron caminar más y más, hasta finalmente llegar al Parque de El Arbolito. La fuerza que transmitía la marcha, asegura le hicieron olvidar el dolor de garganta y el cansancio que sentía tras varios días de cacerolazos en su barrio. Esta fuerza la hizo caminar los once kilómetros de ida y de vuelta que hay entre La Mena Dos y el Parque de El Arbolito. Recuerda que junto a ella iban primero sus vecinos, luego personas de otros barrios se fue uniendo. En cierto momento, pudo calcular alrededor de cinco mil personas. La gente dice Doris, llevaba palos, ramas de eucalipto, llantas, escudos, tapas de basureros, banderas, pitos. Otros en cambio, gritaban consignas como:
«¡Únete pueblo!» o «No más muertes».
La imagen que más cautivó a Doris de esta marcha fue la gran presencia de mujeres, madres, hijas, caminando juntas y decididas. Algunas iban con palos en sus manos, que hacían las veces de bastón para reforzar su paso. Otras se pararon en las esquinas, llevando baldes llenos de agua o mandarinas para regalar a las y los marchantes. Mujeres de más edad, ondeaban banderas saludando la marcha o sacaron sus cucharas y ollas para hacerlas sonar. Doris no imaginó la magnitud que tomó la marcha, pero sí sabía que la gente estaba indignada por las medidas económicas, por la represión estatal hacia quienes protestaban, por los ataques con gas a los albergues y por las muertes.
—La gente empezó a tener más conciencia de lo que estaba pasando— dice.
Al llegar a los Dos Puentes y tomar la cuesta para subir al Panecillo, Doris escuchó el sonido de los helicópteros policiales sobrevolando la marcha.
Cerca del cementerio de San Diego, un vecino puso sus parlantes en la ventana, para con música protesta, alentar el paso de la marcha por la cuesta. Según Doris, ese día
— La gente quería hacerle retroceder al gobierno en sus medidas económicas, pero además querían que sean responsables de las muertes.
Al llegar al Parque El Arbolito, Doris se dio cuenta que las imágenes vistas en los medios y en las redes sociales, se quedaban cortas ante lo que sucedía allí. Para ella
—Era ver un campo de guerra, donde la gente se defendía con palos y escudos de madera.
Doris vivió varios momentos de tensión, pues vio como militares, caballos y policías se apostaban alrededor de la Casa de la Cultura. En ese instante, ella y sus vecinos se preguntaban cómo los manifestantes pudieron soportar por días el humo de tantas bombas lacrimógenas y la agresividad policial. Sin embargo, ella decidió quedarse allí hasta después de que se decretó el toque de queda. Al ver todas estas escenas, asegura:
—Valoricé el sacrificio que hicieron los compañeros allí.
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Juan Carlos y Doris son dos vendedores de comida que mantienen su negocio en la entrada a La Mena Dos. Por la pandemia de la COVID- 19, ya no pudieron vender normalmente sus productos desde su furgoneta. Por eso, decidieron abrir un local en su propia casa donde instalaron las mesas y una cocina. Sus dos furgonetas solo salen algunos días, en especial los fines de semana.
Me siento en una de las mesas de este local, mientras Gladys, la madre esta familia, deja por un momento sus labores en la cocina. Ella es una mujer menuda, algo tímida y de pocas palabras. Sin embargo, su rostro se enciende al contarme cómo vivió ella ese 12 de octubre de 2019.
Según Gladys, ese día su familia decidió ir en su furgoneta acompañando la marcha. Al salir de su casa, aseguran, no tenía muy claro a dónde iban a ir. Escuchó que la marcha se dirigía primero a la Plaza Grande por ser el símbolo del poder político, el lugar dónde se encuentra el Presidente:
—Él era el provocante de todo esto, porque es quien está arriba y manda al resto, en este caso a los policías.
Esta vendedora autónoma y ama de casa, dice, tratando de encontrar una respuesta, que la fue la indignación lo que motivó a todos los pobladores del Sur a movilizarse ese sábado. En esto concuerda su esposo Juan Carlos. Él es un hombre activo, que con ingenio ha sabido arreglárselas para montar su peculiar negocio de comida. Cuando no está vendiendo sus caldos de manguera, se la pasa implementando y mejorando sus furgonetas. Con sus propias manos, las limpia o realiza alguna compostura mecánica.
En la marcha del 12 de octubre, Juan Carlos asegura que había mucha gente protestando, incluso en lugares donde no lo habría imaginado nunca. Para este vendedor, las y los vecinos del sur estaban enardecidos por el ataque con bombas lacrimógenas que la Policía llevó a cabo el viernes once de octubre a las afueras de la Asamblea en contra de las y los manifestantes.
—La gente estaba muy indignada por lo que había pasado la noche anterior. La Ministra de Gobierno debería responder quién ordenó bombardear a la gente que estaba durmiendo. Hubo muertos — Cuenta Juan Carlos frunciendo el ceño y cruzando los brazos. Para esa fecha se conocía que varias personas habían fallecido en el contexto de la protesta. La Defensoría del Pueblo en un informe final aseguró que existieron once personas fallecidas.
Gladys recuerda que en el camino a El Arbolito conversó con otras personas y sintió su rabia ante estas muertes, ante la represión policial y las medidas económicas. Durante el recorrido, escuchó consignas y canciones que de a poco aprendió y fue coreando. Sus grandes ojos cafés brillan al recordar la alegría lo que le producía ver a cientos de personas, trabajadores como ella, caminar con valentía por las calles del Sur. Gladys ahora ya sabía lo que era estar en una protesta.
—Nos alentaban, nos felicitaban, nos daban en el camino botellones de agua, cobijas y nos decían que demos a las personas que estaban allá que necesitaban, a nuestros hermanos indígenas.
Esta ama de casa de 49 años, pudo sentir por primera vez, la solidaridad y la fuerza que se transmite en una marcha.
—Salimos con esa valentía que no habíamos sentido antes.
La familia arribó hasta el Parque El Arbolito, en el centro norte de la ciudad. Al llegar, se dieron cuenta de la real dimensión del Paro, una cosa era ver la protesta desde la televisión y otra muy distinta, estar presente en la zona más conflictiva: las improvisadas barricadas sobre la Avenida Seis de Diciembre, las calles manchadas del hollín originado por la quema de llantas, pedazos de piedra y restos de bombas lacrimógenas lanzados por doquier.
Mientras Gladys observaba desde lejos, Juan Carlos Suárez y sus hijos se pusieron en primera línea de la protesta. Vieron cómo los policías lanzaban bombas lacrimógenas directo al cuerpo de los manifestantes. Incluso Juan Carlos, cuenta con rabia, que un hombre que estaba cerca de él fue herido por el impacto de una de las bombas. Sin embargo, por la premura del momento, ya no supo que pasó después.
Las protestas para este vendedor autónomo no eran nuevas. Recuerda que de joven iba a «las bullas», pero ahora que es padre, se preocupa mucho por el bienestar de sus hijos, por eso dice, que le causó indignación ver las imágenes de jóvenes heridos y muertos en las protestas:
—Es feo que por los malos gobiernos la juventud tenga que arriesgarse a ser herida— relata con voz angustiosa Juan Carlos y recuerda que vio cómo desde los helicópteros policiales lanzaron agua con gas a los manifestantes. La gente corrió para resguardarse del gas lacrimógeno mientras el edificio de la Contraloría se incendiaba.
A Gladys y Juan Carlos les impactó la dureza con la que era tratada la gente en la protesta:
—La policía no veía que había niños, mayorcitos de setenta o más años. Se veía feo y desesperante, no tenían piedad de nadie —dice Gladys, mientras desde la radio encendida en el restaurante, suena Mercedes Sosa cantando Solo Le Pido a Dios.
En medio de la represión, los dos se sorprendieron también de la solidaridad entre las personas; principalmente de las y los migrantes venezolanos, quienes ayudaron a los manifestantes dándoles agua o caramelos para que se restablezcan del malestar ocasionado por las bombas lacrimógenas:
—Eso me sorprendió mucho —dice Juan Carlos —porque todos hablan mal de ellos, pero en esa ocasión vimos algo diferente.
A las tres de la tarde de ese día el gobierno decretó el toque de queda. En las calles, aumentaba la presencia militar y policial, por lo que la gente de los barrios del sur decidió regresar a su casa.
Esta familia subió de nuevo a su furgoneta y en el camino recogieron a algunos vecinos que encontraron, en especial a las personas de mayor edad.
— Mayores de 70, 80 años iban caminando, ellos también venían manifestándose. Personas mayores, con lágrimas en los ojos que ya no avanzaban a caminar. Nosotros veníamos trayendo, pero no alcanzaban todos — dice con voz de tristeza Juan Carlos.
Lo único que este vendedor lamenta de aquel día, es que la marcha de los barrios del Sur, hecha por sus vecinos y vecinas, no saliera en los grandes medios.
—La manifestación fue desapercibida, a pesar de que fue inmensa.
Ya en su casa, la familia se reponía del cansancio de toda la jornada, cuando se enteraron que sus vecinos y que todo Quito se convocaban por redes sociales para un cacerolazo esa misma noche. A eso de las siete de la noche, salieron a la puerta de su casa. Juan Carlos asegura:
—Todo Quito creo que oyó eso. Era una bulla total, la gente estaba indignada.
De esa indignación también da cuenta Cecilia, una profesora que da clases de estimulación temprana a niñas y niños pequeños en sus propias casas. Ella me recibe en la sala de su casa, que por ahora, hace las veces de su oficina. Por la pandemia, las visitas puerta a puerta que antes realizaba se convirtieron en sesiones por internet.
Esta vecina de La Mena Dos hace memoria del Paro. Cuenta qué por esos días, gracias a la dinámica de su trabajo, pudo conversar con algunas madres de familia quienes le aseguraron que irían a la protesta, pues también estaban en desacuerdo con las medidas económicas y con la represión vivida. Ella también compartía este malestar, y asegura que cuando escuchó el anuncio presidencial, pensó que su vida y la de su familia iba a ser afectada:
—A nosotros de una u otra manera, nos repercute en nuestra economía, me dice. Pero Cecilia no se atrevió todavía a salir a protestar, pues tenía miedo de perder su trabajo. Solo atinó a aconsejar a las madres con las que trabaja que se cuidarán mucho. Lo dice, mientras repite el mismo tono de preocupación que usa como madre y abuela.
Pero luego las cosas fueron diferentes. Cecilia al igual que sus vecinos y vecinas recuerda ese sábado, con las calles ocupadas por decenas de marchantes. Esa tarde noche, Cecilia y sus hijas también participaron del cacerolazo. Ella tomó una de sus ollas, salió hasta la puerta de su casa y comenzó a hacer sonar la olla, igual que lo hacían otros vecinos de su calle. Luego tomó un palo de escoba, y caminó haciéndolo sonar hasta la Avenida Mariscal Sucre. En la Calle Angamarca, se encontró con una multitud de entre 200 y 250 personas, que se concentraron para hacer el cacerolazo. Vio a familias enteras y jóvenes. Para Cecilia, ese sábado 12 de octubre: «fue un día de apoyo».
Esta maestra estuvo solo unos cuantos minutos en el cacerolazo, pues dice, aparecieron policías del cuartel de la calle Angamarca, antes conocido como la revisión de tránsito y el ambiente se tornó intranquilo. Cecilia no estaba equivocada, pues ese sábado 12 de octubre, según un informe de la Defensoría del Pueblo, se detuvieron a cerca de sesenta personas. Así también, la Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos, en su informe del Paro Nacional publicado un año después de las protestas, recoge el testimonio de tres mujeres quienes perdieron sus ojos y resultaron gravemente heridas, producto de los impactos de bombas lacrimógenas y perdigones, la tarde noche de ese día; sumándose a la larga lista de personas heridas en el contexto del Paro Nacional.
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Doris me invita a ir a uno de los huertos comunitarios que crearon con sus vecinos en un terreno baldío del sector. Su intención dice es que las verduras y frutas que se cosechen puedan ser repartidas entre los vecinos. Tienen babaco, espinaca, cebolla.
En el huerto, me relata que después de la activa participación de los vecinos y vecinas del barrio en las jornadas de octubre, siguen organizándose. Pocas semanas después del paro se formó una Mesa Interbarrial entre ocho barrios de La Mena, entre los que están: la Biloxi, la Raya, Vencedores, Caminantes, la Tarqui, San Fernando, Terrazas, La Dolorosa. Esta mesa se ha reunido con autoridades y funcionarios del Municipio y ha logrado la participación de varios grupos como las trabajadoras autónomas, ciclistas, la liga barrial, mujeres, el Comité de Salud, entre otros colectivos.
La Pandemia ha detenido parte de las actividades barriales que se hacían al aire libre en la Ciudadela Tarqui como las bailoterapias y los campeonatos de fútbol en las noches. Sin embargo, las y los vecinos se volvieron a activar de otras maneras. Frente a la parada de buses, se activó una «Botica comunitaria» para combatir la pandemia. Aquí venden e intercambian productos como limón, eucalipto, ajo y jengibre que traen productores y campesinos de la Costa. Doris sueña con formar pequeñas empresas comunitarias en estos tiempos de crisis económica, que provean de recursos a sus vecinos y donde se integren mujeres y trabajadoras autónomas. Para Doris, además, es importante que la gente de la ciudad conozca las realidades del campo y sepa sus problemas, pero que además se involucre en la defensa del agua y las semillas.
Otro de sus planes es construir un «Parque Alternativo» que integre los barrios de San Fernando y La Biloxi con el bosque, haciendo un corredor que invite a actividades deportivas y culturales. Para ello han trabajado, junto con la comunidad, en el levantamiento de una línea base para impulsar este proyecto. Para Doris es hora que las políticas y planes de la ciudad tomen en cuenta a estos barrios, pues dice: «Los escenarios periféricos son entornos de oportunidad».
A un año de aquel 12 de octubre y del Paro Nacional: Doris, Cecilia y Juan Carlos han visto cómo la situación económica de sus vecinas y vecinos se ha agravado en los últimos meses. Ellos están seguros que de darse otro escenario como el de octubre, la gente de La Mena Dos volvería a salir a protestar, y volvería a activarse, pues para Doris
—Octubre fue tan doloroso que nos deja para la historia del país, un momento de tristeza e indignación, pero también, que nuestro pueblo más allá de las instituciones siempre va a ser solidario.
Para Juan Carlos, ese 12 de octubre fue un día duro, pero asegura que:
—Si los políticos siguen así, y el pueblo se levanta como se levantó ese día, seguramente siempre vamos a tener una victoria.